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miércoles, 11 de abril de 2012

UN JARDÍN EN PARÍS

            Contaba el escritor Carlos Casares que en su casa de Orense tenían una criada de esas de toda la vida, venida del campo, que quería a los niños como hijos propios. Un día, uno de sus hermanos enfermó y la buena mujer prometió que si sanaba iría en peregrinación a la tumba del Apóstol Santiago.
La gracia le fue concedida y se puso en camino.
            Mientras tanto, en la casa, todos hacían cábalas sobre qué sería lo que más le habría gustado. ¿La Catedral con sus torres de piedra labrada? ¿El Pórtico de la Gloria donde el Maestro Mateo inmortalizó su nombre? ¿El abrazo al Patrón? ¿El colosal botafumeiro? ¿Las calles de la Azabachería? ¿La Plaza de la Quintana? Pues no. Lo que verdaderamente la había impresionado hasta el estupor era el gran toro negro de Osborne clavado al borde de la carretera.
            En la primavera pasada estuve en París. No voy a hablar de sus monumentos y sus museos, ni de sus calles, sus bulevares, los puentes del Sena… porque de todos es conocido el encanto de esta ciudad.
            Sí diré que después de una jornada agotadora en el Louvre, es delicioso y reconfortante subirse al segundo piso descubierto de uno de esos autobuses turísticos que recorren la ciudad. Desde esa atalaya, muy cerca de la Tour Eiffel, descubrí algo que, como a la sirvienta de Carlos Casares y por la misma cuestión telúrica, me dejó maravillada: Un jardín prodigioso en la gran azotea de una casa.
            No era un jardincito, sino un vergel con árboles altos y arbustos frondosos. Supongo que también habría hierba y macizos floridos. Inmediatamente pensé en los dioses sentados a la sombra en semejante paraíso, contemplando displicentes, en la hora tórrida, el ajetreo de las hormigas humanas pululando por la torre – una vieja y presumida señora que acababan de pintar – y a los desmadejados transeúntes en la calle.
            Es posible que vuelva a París y otra vez me emocionaré ante la belleza, el arte y la historia, pero no tendré la posibilidad de pisar ese jardín. Yo también nací en el campo como la doméstica de Carlos Casares, y también como a ella las circunstancias me llevaron a la ciudad. Por eso, el toro de Osborne y el jardín de París son como una sed en el alma que no acaba de pasar…

CARMEN GÓMEZ

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