En mi
juventud las fiestas navideñas eran días
de alegría. Actualmente también encierran mucha tristeza. Vemos como millones
de seres humanos están muriendo de hambre. Las personas queridas van desapareciendo de nuestras
vidas, eso nos invita a reflexionar sobre el egoísmo que existe en nosotros,
los humanos. .
Ahora voy
a relataros una historia que hace algunos años me contaron:
Por
motivos de trabajo, tuve que desplazarme a Finisterre, hermoso pueblecito
marinero, situado en la “Costa da morte”. Era un día lluvioso del mes de
diciembre, fechas próximas a la
Navidad. A primeras horas de
la mañana, entré en una tasca con aspecto lúgubre, en la cual, el único
cliente que había, era un pescador de
avanzada edad, delgado pero musculoso con cara y manos rugosas, tez tostada
por los rayos del sol y la brisa del
mar. Trabamos amistad, nos sentamos en unas viejas banquetas ante una mesa de
madera no en mejores condiciones. Pidió una copa de aguardiente y yo un café.
Comenzamos a hablar de cosas triviales
así como de lo próximas que estaban las fiestas navideñas; de pronto vi
como al “viejo lobo de mar” se le asomaban unas lágrimas en sus ojos
vivarachos, que trató de disimular. Creí haberle traído a su mente algún
recuerdo, le pedí disculpas. Me dijo que no había motivo para ello, que me
contaría un hecho ocurrido hace algún tiempo, demostrándome que estas fiestas
también traen penosos recuerdos.
Comenzó
hablándome así: - En mis años mozos, andaba embarcado en un viejo “cascaron”,
no había otra cosa y teníamos que buscar el sustento de nuestros seres queridos
(mujer y dos hijos), nuestra vida era el mar-.(Hace una pausa , me ofrece un
pitillo, él lía otro, suspira profundamente y prosigue). – Regresábamos un día
de Nochebuena, a primera hora de la tarde, todo era alegría , con cánticos ya
comenzábamos a celebrar la aproximación a nuestros hogares para disfrutar de
esa noche tan emotiva, tan familiar, cuando repentinamente y sin que nada lo
hiciera sospechar, se levantó un fuerte temporal. Nuestro barco se tambaleó; el
contento se trocó por desesperación.
Olas
gigantescas nos cubrían, sobre la cubierta parecíamos marionetas, íbamos de un
lado a otro dando bandazos. La embarcación perdió el gobierno, el mar nos
arrastraba cada vez con más fuerza sobre los acantilados de la costa. Luchamos
con ahínco, nuestras plegarias salían del fondo de nuestros corazones; creo
decir verdad que nunca tanto en mi vida oré, igual que mis compañeros. Hombres
rudos, fuertes, curtidos por todos los peligros, parecíamos niños grandes, pero
al fin niños por el temor que nos embargaba.
Cuando
esperábamos lo peor, nuestras oraciones fueron oídas, el “cascaron” encalló en
la costa, nada nos sucedió. Con muchas dificultades logramos escalar los
riscos, pisando tierra firme. Presa del histerismo comenzamos a llorar, reír,
bailar, era la alegría de vernos a salvo. Más repentinamente todo cesó; en la
lejanía se podían escuchar gritos pidiendo socorro, profundos y desgarradores.
Nuestros rostros se tornaron lívidos, mirándonos unos a otros, con expresión de tristeza.
El viejo marinero prosiguió con su
relato. – Próximo a donde nos hallábamos, ya que logramos verlo con mucha
dificultad por la niebla reinante, otro barco se había deshecho contra las
rocas. No habían tenido la misma suerte que nosotros y rápidamente, el pequeño
barco se había hundido bajo las gigantescas olas. Los hombres luchaban tenazmente contra la fuerte resaca;
lentamente sus fuerzas se iban debilitando, desapareciendo bajo las espumosas
aguas, que se producían al batir contra los acantilados. Tablones por un lado,
cajas y aparejos por otro; el espectáculo era desolador.
Yo,
por que lo voy a ocultar (lía nuevamente otro cigarro, con nerviosismo) pensé
egoístamente, ¿si acabas de salvar la vida, por qué la vas a arriesgar ahora? Me
acordé de mi mujer y mis hijos; estarían
esperando que llegara para celebrar la Nochebuena. Más en
mi interior algo se rebelaba, algo que aún hoy no se decir que era. Titubeé un
corto espacio de tiempo, logrando al fin arrojarme a las turbulentas aguas como si fuera impulsado por un poder
sobrenatural. Nadé con todas mis fuerzas, la resaca me lanzaba contra los pedruscos del
acantilado. Conseguí llegar hasta un hombre
que estaba agarrado fuertemente a un tablón, logrando atenazarlo con mis
férreas manos. Continuamos luchando contra los embates del mar. Ese buen hombre
se encontraba desfallecido por el tiempo
que llevaba en esa situación Yo lo
animaba con palabras de aliento, la esperanza de salir con vida, era escasa.
Con voz
agónica me suplicó que lo abandonara, pero antes como sacando fuerzas de su
interior, suplicó que lo escuchara. Me dijo su nombre y el de su esposa, mucho
se acordaba de ella y de sus cuatro retoños, así como la alegría con que lo
estarían esperando para celebrar la Nochebuena. Al mismo tiempo pensaba en la penosa
situación en que quedaba su familia. Como un condenado a muerte suplicó su
último deseo; me rogó que lo cumpliera, le prometí que así lo haría. Con voz casi imperceptible, me
susurró: “Di a mi esposa que nos remolcó otro barco, por haber sufrido una avería en el motor, como entrar en Finisterre ofrecía mucho
peligro, nos llevó a otro puerto, pero que mañana la llamaré y que por la
tarde es probable que esté con ellos” Una enorme ola lo arrancó de mis manos
sumergiéndolo en las profundidades.
Conseguí
nuevamente ganar tierra firme, llorando con amargura. Fui a rezar ante la Virgen del Carmen y El Niño
Jesús. Hinqué mis rodillas en el frío suelo para darles gracias y rogar por
aquel buen hombre que Dios lo habrá acogido en su seno. Caminé con paso rápido
para abrazar a mis seres queridos. Una vez aseado y despojado de mi mojada
vestimenta, me desplacé a la casa donde vivía
aquel buen hombre. Era un lugar
distante unos cuatro kilómetros. Llamé a la puerta, abrió un niñito de unos cuatro años, de pelo
rubio y ojos verdes, en el interior de la vivienda se oía el corretear de otros
niños.
Acto seguido apareció una señora de unos
treinta y cinco años aproximadamente, con muy buena presencia. Le relaté
lo que me había dicho su esposo en los últimos momentos de su vida, con el
deseo de que celebraran las Fiestas Navideñas con sus pequeños. Ella no me
creía, decía que tenía que haberle sucedido algo a su esposo. Tuve que jurarle
por todos mis seres queridos con el fin de convencerla. Creo que lo conseguí,
logrando que aquel día fuera menos triste,
unas Felices Fiestas, esperando terminar pronto mí trabajo y regresar lo
antes posible a casa, para estar con mis seres queridos.
Con
toda celeridad regresé nuevamente a mi hogar para besar y abrazar nuevamente a
mis seres queridos, pensando que podía haber sido yo aquel buen hombre.
Celebramos la
Nochebuena , yo con
mucha tristeza en mi interior. Sufría mucho, más tenía que disimular para hacer
felices a mi esposa y a los hijos.
Este
es el relato que me hizo el viejo “lobo de mar”. Me despedí de él, deseándole unas Felices
Fiestas, deseando terminar pronto mi trabajo
y regresar lo antes posible a
casa, para estar con mis seres queridos.
Marcelino Sanchez Rodríguez
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