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miércoles, 19 de diciembre de 2012

LA NAVIDAD

                                          
     En mi juventud las fiestas navideñas  eran días de alegría. Actualmente también encierran mucha tristeza. Vemos como millones de seres humanos están muriendo de hambre. Las personas  queridas van desapareciendo de nuestras vidas, eso nos invita a reflexionar sobre el egoísmo que existe en nosotros, los humanos.      .

     Ahora voy a relataros una historia que hace algunos años me contaron:

     Por motivos de trabajo, tuve que desplazarme a Finisterre, hermoso pueblecito marinero, situado en la “Costa da morte”. Era un día lluvioso del mes de diciembre, fechas próximas a la Navidad. A primeras horas de  la mañana, entré en una tasca con aspecto lúgubre, en la cual, el único cliente que había, era un  pescador de avanzada edad, delgado pero musculoso con cara y manos rugosas, tez tostada por  los rayos del sol y la brisa del mar. Trabamos amistad, nos sentamos en unas viejas banquetas ante una mesa de madera no en mejores condiciones. Pidió una copa de aguardiente y yo un café. Comenzamos a hablar de cosas triviales  así como de lo próximas que estaban las fiestas navideñas; de pronto vi como al “viejo lobo de mar” se le asomaban unas lágrimas en sus ojos vivarachos, que trató de disimular. Creí haberle traído a su mente algún recuerdo, le pedí disculpas. Me dijo que no había motivo para ello, que me contaría un hecho ocurrido hace algún tiempo, demostrándome que estas fiestas también traen penosos recuerdos.
       Comenzó hablándome así: - En mis años mozos, andaba embarcado en un viejo “cascaron”, no había otra cosa y teníamos que buscar el sustento de nuestros seres queridos (mujer y dos hijos), nuestra vida era el mar-.(Hace una pausa , me ofrece un pitillo, él lía otro, suspira profundamente y prosigue). – Regresábamos un día de Nochebuena, a primera hora de la tarde, todo era alegría , con cánticos ya comenzábamos a celebrar la aproximación a nuestros hogares para disfrutar de esa noche tan emotiva, tan familiar, cuando repentinamente y sin que nada lo hiciera sospechar, se levantó un fuerte temporal. Nuestro barco se tambaleó; el contento  se trocó por desesperación.
       
        Olas gigantescas nos cubrían, sobre la cubierta parecíamos marionetas, íbamos de un lado a otro dando bandazos. La embarcación perdió el gobierno, el mar nos arrastraba cada vez con más fuerza sobre los acantilados de la costa. Luchamos con ahínco, nuestras plegarias salían del fondo de nuestros corazones; creo decir verdad que nunca tanto en mi vida oré, igual que mis compañeros. Hombres rudos, fuertes, curtidos por todos los peligros, parecíamos niños grandes, pero al fin niños por el temor que nos embargaba.

        Cuando esperábamos lo peor, nuestras oraciones fueron oídas, el “cascaron” encalló en la costa, nada nos sucedió. Con muchas dificultades logramos escalar los riscos, pisando tierra firme. Presa del histerismo comenzamos a llorar, reír, bailar, era la alegría de vernos a salvo. Más repentinamente todo cesó; en la lejanía se podían escuchar gritos pidiendo socorro, profundos y desgarradores. Nuestros rostros se tornaron lívidos, mirándonos unos a otros, con  expresión de tristeza.

       El viejo marinero prosiguió con su relato. – Próximo a donde nos hallábamos, ya que logramos verlo con mucha dificultad por la niebla reinante, otro barco se había deshecho contra las rocas. No habían tenido la misma suerte que nosotros y rápidamente, el pequeño barco se había hundido bajo las gigantescas olas. Los hombres luchaban  tenazmente contra la fuerte resaca; lentamente sus fuerzas se iban debilitando, desapareciendo bajo las espumosas aguas, que se producían al batir contra los acantilados. Tablones por un lado, cajas y aparejos por otro; el espectáculo era desolador.

        Yo, por que lo voy a ocultar (lía nuevamente otro cigarro, con nerviosismo) pensé egoístamente, ¿si acabas de salvar la vida, por qué la vas a arriesgar ahora? Me acordé de mi mujer y mis  hijos; estarían esperando que llegara  para celebrar la Nochebuena. Más en mi interior algo se rebelaba, algo que aún hoy no se decir que era. Titubeé un corto espacio de tiempo, logrando al fin arrojarme a las turbulentas  aguas como si fuera impulsado por un poder sobrenatural. Nadé con todas mis fuerzas, la resaca  me lanzaba contra los pedruscos del acantilado. Conseguí llegar hasta un hombre  que estaba agarrado fuertemente a un tablón, logrando atenazarlo con mis férreas manos. Continuamos luchando contra los embates del mar. Ese buen hombre se encontraba desfallecido  por el tiempo que llevaba en esa situación  Yo lo animaba con palabras de aliento, la esperanza de salir con vida, era escasa.

       Con voz agónica me suplicó que lo abandonara, pero antes como sacando fuerzas de su interior, suplicó que lo escuchara. Me dijo su nombre y el de su esposa, mucho se acordaba de ella y de sus cuatro retoños, así como la alegría con que lo estarían esperando para celebrar la Nochebuena. Al mismo tiempo pensaba en la penosa situación en que quedaba su familia. Como un condenado a muerte suplicó su último deseo; me rogó que lo cumpliera, le prometí que así  lo haría. Con voz casi imperceptible, me susurró: “Di a mi esposa que nos remolcó otro barco, por  haber sufrido una avería en el motor,  como entrar en Finisterre ofrecía mucho peligro, nos llevó a otro puerto, pero que mañana la llamaré y que por la tarde  es probable que esté con  ellos” Una enorme ola lo arrancó de mis manos sumergiéndolo en las profundidades.

      Conseguí nuevamente ganar tierra firme, llorando con amargura. Fui a rezar ante la Virgen del Carmen y El Niño Jesús. Hinqué mis rodillas en el frío suelo para darles gracias y rogar por aquel buen hombre que Dios lo habrá acogido en su seno. Caminé con paso rápido para abrazar a mis seres queridos. Una vez aseado y despojado de mi mojada vestimenta, me desplacé a la casa donde vivía  aquel  buen hombre. Era un lugar distante unos cuatro kilómetros. Llamé a la puerta,  abrió un niñito de unos cuatro años, de pelo rubio y ojos verdes, en el interior de la vivienda se oía el corretear de otros niños.
Acto seguido apareció una señora  de unos  treinta y cinco años aproximadamente, con muy buena presencia. Le relaté lo que me había dicho su esposo en los últimos momentos de su vida, con el deseo de que celebraran las Fiestas Navideñas con sus pequeños. Ella no me creía, decía que tenía que haberle sucedido algo a su esposo. Tuve que jurarle por todos mis seres queridos  con el  fin de convencerla. Creo que lo conseguí, logrando que aquel día fuera menos triste,  unas Felices Fiestas, esperando terminar pronto mí trabajo y regresar lo antes posible a casa, para estar con mis seres queridos.                                                                                                          

         Con toda celeridad regresé nuevamente a mi hogar para besar y abrazar nuevamente a mis seres queridos, pensando que podía haber sido yo aquel buen hombre.
       Celebramos la Nochebuena, yo  con mucha tristeza en mi interior. Sufría mucho, más tenía que disimular para hacer felices a mi esposa y a los hijos.

         Este es el relato que me hizo el viejo “lobo de mar”.  Me despedí de él, deseándole unas Felices Fiestas, deseando terminar pronto mi trabajo  y regresar lo antes posible  a casa, para estar con  mis seres queridos.

                                        Marcelino Sanchez Rodríguez


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